Él soñaba desde hacía tiempo con echar raíces. Deseaba crecer aunque le aterrorizaban esas arrugas con las que castiga el paso del tiempo. Sé que se me va la pinza. Lo sé, se decía cada mañana cuando estiraba la cabeza en busca de oxígeno para alisar su rostro. Porque aunque tratara de ocultarlo sentía que necesitaba que le echaran un cable, que le dotaran de energía.
Ella era voluble. En la zona se comentaba que cuando se le hinchaban los vapores actuaba con las vísceras y planchaba a todo aquel que se interpusiese en su camino. Sin embargo, en el fondo de su incombustible naturaleza anhelaba a alguien que rellenase su sensación de vacío, que le abriese los brazos y le permitiera mirar hacia arriba.
Se conocieron una tarde de diciembre y supieron al instante que no se separarían. Los dos habían encontrado la horma de su zapato.