sábado, 20 de marzo de 2010

MIGUEL DELIBES


Hace una semana murió Miguel Delibes y, en cierta manera, dejó un poco huérfano el panorama literario actual. Con él se fue una forma de practicar la escritura basada en la sencillez. A través de cientos de páginas excepcionales logró la fusión perfecta de ironía y ternura, una mezcla difícil de conseguir.

Recuerdo una entrevista en la que comentaba que un escritor no debe, ni puede, desligarse jamás del entorno que le rodea porque es precisamente ese entorno el que le va a regalar sus historias, sus personajes y la forma de expresarse de éstos. Por eso, todas las mañanas Delibes salía a la calle y se sentaba en un banco para escuchar hablar a los desconocidos y así saber qué pensaban y cuáles eran sus preocupaciones. De esta forma aprendió a retratar como nadie el sentir de un país a lo largo y ancho de su geografía. Porque además de un maravilloso escritor ha sido un cronista y antropólogo de su época.

Libros como Cinco horas con Mario hablaron de las dos Españas mejor que muchos manuales de historia. Y también entendimos con más claridad los distintos universos sociales y su comportamiento gracias a Los Santos Inocentes.

Pero no sólo fue un maestro del contenido sino también de la forma. Delibes dio una buena lección de estilo a los que consideran que “buena literatura” significa escribir enrevesado, o que ser escritor pasa por utilizar términos anacrónicos que en su momento respondían a una forma de hablar pero que, pasado el tiempo, tienen muy poco sentido si no es para emular de forma desafortunada a los escritores del Siglo de Oro. Y para eso también hace falta arte. El que le sobraba a Delibes sin hacer el mínimo alarde cultural. Porque fue un gran escritor y un ejemplo de humildad.

jueves, 11 de marzo de 2010

LA MIRADA DE UN FOTÓGRAFO CON OJO

Aquélla era una mañana fría de noviembre. Corrían los años 20 y ella, aunque todavía no lo sabía, acababa de tomar una decisión que cambiaría su vida para siempre.

Una suave niebla teñía las orillas del Sena y, poco a poco, París se despertaba.

Alice tomó su abrigo y salió a la calle dispuesta a dejar para siempre el horno de leña en el que trabajaba desde que llegó a la ciudad de la luz. Seis años. Seis largos años viviendo entre la humedad de su alcoba y el olor a mantequilla de los croissants. ¡No, ésa no era la clase de vida que quería llevar!
Entonces, recordó el viejo acordeón que su padre le enseñó a tocar cuando apenas era una niña. Lo sacó del baúl, lo desempolvó y se lo echó al hombro.

- Ma petite, reste ici. Tu es folle ou quoi!..Si non, tu vas devenir une femme facile.

- Non, mamma. Pas une femme facile. Plutôt une femme fatale. Je serai une femme fatale.

En esa discusión estaban cuando yo las encontré en un astillero a la orilla del Sena. Les sorprendió mi presencia porque los fotógrafos no acostumbrábamos a trabajar en ese extremo de la ciudad, industrial y gris.
No olvidaré nunca los ojos de aquella mujer, desafiantes y llenos de fuerza. Quise inmortalizar ese momento porque algo en mí me decía que lo iba a conseguir, que sería una femme fatale capaz de fulminar con la mirada.

Meses más tarde leí en los diarios que una joven de provincia había triunfado en la bohemia emergente de París. Decenas de pintores llegaban de todos los rincones del país para retratarla. Se compusieron canciones expresamente para ella e incluso el Folies Bergère se vistió de largo para verla actuar. Cocteau, Chagal, Eisenstein o Picasso fueron testigos de sus encantos dentro y fuera del escenario.

Ahora se llamaba Kiki. Kiki de Montparnasse. La musa de los artistas. La estrella de Montmartre. El sueño de muchos hombres. La femme fatale...
Su fama creció como la espuma y duró mucho tiempo…pero eso ya es otra historia.


Muchas gracias a los que os habéis interesado por este tiempo de vacío en el blog. He pasado un tiempo sin internet y no me ha sido posible acceder a nada. Aprovecharé ahora, que ya estoy conectada de nuevo, para echar un ojo a vuestras entradas de estas semanas. Un beso a todos.