Hace una semana murió Miguel Delibes y, en cierta manera, dejó un poco huérfano el panorama literario actual. Con él se fue una forma de practicar la escritura basada en la sencillez. A través de cientos de páginas excepcionales logró la fusión perfecta de ironía y ternura, una mezcla difícil de conseguir.
Recuerdo una entrevista en la que comentaba que un escritor no debe, ni puede, desligarse jamás del entorno que le rodea porque es precisamente ese entorno el que le va a regalar sus historias, sus personajes y la forma de expresarse de éstos. Por eso, todas las mañanas Delibes salía a la calle y se sentaba en un banco para escuchar hablar a los desconocidos y así saber qué pensaban y cuáles eran sus preocupaciones. De esta forma aprendió a retratar como nadie el sentir de un país a lo largo y ancho de su geografía. Porque además de un maravilloso escritor ha sido un cronista y antropólogo de su época.
Libros como Cinco horas con Mario hablaron de las dos Españas mejor que muchos manuales de historia. Y también entendimos con más claridad los distintos universos sociales y su comportamiento gracias a Los Santos Inocentes.
Pero no sólo fue un maestro del contenido sino también de la forma. Delibes dio una buena lección de estilo a los que consideran que “buena literatura” significa escribir enrevesado, o que ser escritor pasa por utilizar términos anacrónicos que en su momento respondían a una forma de hablar pero que, pasado el tiempo, tienen muy poco sentido si no es para emular de forma desafortunada a los escritores del Siglo de Oro. Y para eso también hace falta arte. El que le sobraba a Delibes sin hacer el mínimo alarde cultural. Porque fue un gran escritor y un ejemplo de humildad.